En consonancia con el Proyecto iIstitucional de Lectura, comparto otras obras de Liliana Bodoc para el trabajo en el aula complementando las lecturas sugeridas.
Poemas para Niños. Textos inéditos de Liliana Bodoc
Poemas para Niños I Le pregunté al espejo
si era yo ése que estaba.
Me preguntó el espejo
si era yo ése que estaba.
Con mi mano derecha
toqué su mano izquierda.
Me reí con su risa.
Me miró con mis ojos.
Quise entrar y no pude.
Pero cuando me fui
se quedó solo.
© Liliana Bodoc
Como la vida, el laberinto
se envuelve sobre un eje misterioso.
Termina donde dobla.
Se quiebra, zigzaguea,
desanda en espiral y avanza en círculo.
Gira sin avisar que la línea se enrieda
en un nudo ovillado que no empieza.
Continúa y se junta en el centro de un lazo que intersecta un camino bifurcado.
Se mete en la madeja de curvas paralelas cortadas por un eje
de trayectoria recta.
Propone cinco ángulos
en diagonal trazados
para encontrar el centro
del paralelogramo.Parecido a la vida, el laberinto
no está señalizado.
Por eso es conveniente recordar
que no siempre el atajo es el atajo.
Y caminarlo lento,
sin correr tras la prisa
porque al final de día, comprendemos:
fue mejor el andar que la salida.© Liliana Bodoc
Visto y leído en:
El Arte de Los Confines© 2010-2014 | Liliana Bodoc | Gonzalo Kenny
http://elartedelosconfines.blogspot.com/2011/02/poemas-para-ninos-i.html
"Imaginando a Bodoc”. Homenaje ilustrado para el Anuario 2019
de la Asociación de Dibujantes de Argentina (ADA)
"La poesía es una conjetura acerca de lo inexplicable."
Ilustración de
Pilar Centenohttps://www.instagram.com/pilar.centeno.ilustradora/
Poemas para Niños II
Miles atrás del Tiempo
cuando el sol era joven
y la luna una almendra
cayó un huevo del cielo
y se trizó
en forma de filosa dentadura.
De allí
asomó el gigante.
Miró la soledad
a un lado y otro lado
de su enorme cabeza
Con una de sus patas
aplastó el cascarón
que le sirvió de nave.
Recorrió los desiertos
en busca de su nombre.
Bramó para escucharse,
tropezó con la niebla.
Encontró un río
y, cuando fue a beber,
se asustó de su cara.
Anduvo el gigantón,
llora que llora,
a través de lagunas y de estepas,
sin saber que con su andar
trazaba
los primeros caminos de la tierra.
© Liliana Bodoc
Casa de ojos cerrados.
Casa del aburrido.
donde deambula un ser
de color pergamino,
párpados pantanosos,
y esqueleto vencido.
Allí está el aburrido,
colgado de los hombros,
porque nada le importa
porque todo es vacío.
Bostezando sin sueño,
arrastrando el camino.
Aburrido en su casa
donde el tiempo
se estira como baba.
Casa de aburrido,
¡y el espacio se enrosca
como un nido!
Aburrido en su casa
ni sabe lo que espera.
Pero mientras suspira
el mundo se festeja.
Se festeja de sol
de preguntas, de inventos,
de palabras, de rondas
de argumentos.
Aburrido en su casa
donde el tiempo
se estira como baba.
Casa de aburrido,
¡y el espacio se enrosca
como un nido!
Golpea su ventana.
Y dile que si viene
tendrá un sitio en la rama
del árbol florecido,
donde todo, ¡hasta el aburrimiento!
es divertido.
© Liliana Bodoc
Visto y leído en:
El Arte de Los Confines© 2010-2014 | Liliana Bodoc | Gonzalo Kenny
http://elartedelosconfines.blogspot.com/2011/02/poemas-para-ninos-ii.html
"Imaginando a Bodoc”. Homenaje ilustrado para el Anuario 2019
de la Asociación de Dibujantes de Argentina (ADA)
"Liliana Bodoc en la memoria del viento"
Ilustración de
Carolina Zambranohttp://carolinazambranoe.com/illustration/
Poemas para Niños III
Las 4 maravillas del mundo
Aire que silba
Fuego que fuega
Agua que corre
Tierra que espera
Agua más Tierra, arcilla
Agua más Aire, espuma
Fuego más Agua, agua calentita
Aire con aire, flauta
Tierra con tierra, huerto
Fuego con fuego, amor
Agua con aguacero
Apenas cuatro esencias,
cuatro dulces puñados
en el caldero,
¡y ya olía a magnolias
el Universo!
© Liliana Bodoc
En la noche más noche
se encienden las antiguas
hogueras de los diablos.
Deambula el hechicero
sobre el caparazón de una tortuga.
Un antifaz mastica
la carne de una fruta misteriosa.
Cara sobre otra cara,
las máscaras invitan
a ser lo que no somos,
lo que jamás seremos:
cometas emplumados,
brujos con cinco sombras,
marionetas de fuego.
En la noche más noche
las máscaras batallan
y bailan por sus vidas.
Desenvainan espadas,
escupen luz de pólvora y veneno.
Un antifaz ovilla
el largo cuerpo azul de una serpiente.
En la noche más pozo de tan negra
las máscaras invaden las ciudades,
se suben a los techos
y desde allí convocan a la fiesta.
Que salgan los huraños,
que ría el que no ríe.
Que convide el avaro,
que mientan los honestos,
que brinquen los ancianos...
Máscara sobre cara,
en la noche más noche,
somos otros.
Cuando amanezca
las máscaras caerán detrás de los bostezos
a dormir por lo que dure el frío.
Acabado el festejo,
para dicha y desdicha,
volveremos a ser nosotros mismos.
© Liliana Bodoc
Yo, primera persona del singular.
Yo tengo
Pero Yo no soy Tengo
porque
si un huracán se lleva todo
y me deja tan solo con lo puesto.
Yo seguiría siendo.
Yo estoy.
Pero, atención,
porque aunque cambie de lugar,
aunque cambie de barrio y de ciudad
yo sigo siendo.
Por las noches yo duermo
pero no soy Dormir
porque cuando despierto
sigo siendo
Yo canto.
¿Y si no canto?
Yo juego.
¿Y si no juego?
Yo estoy aquí y allá
yo tengo, yo no tengo
yo canto y desencanto
yo esta tarde no juego
pero yo sigo siendo.
Yo soy yo cuando Soy.
No soy Tener.
No soy Estar.
Yo soy
Ser
en primera persona del singular.
© Liliana Bodoc
Visto y leído en: El Arte de Los Confines
© 2010-2014 | Liliana Bodoc | Gonzalo Kenny
http://elartedelosconfines.blogspot.com/2011/03/poemas-para-ninos-iii.html
ESPANTA Y PÁJAROS
—¡Pobre Espanta! —le dijo un gorrión a una alondra—. Su tristeza es tan grande como cinco otoños, una plaga de langostas y un pan duro.
—Así de grande..., tienes mucha razón —contestó la alondra—. ¡Y el pobre no llora por evitar preocuparnos!
Pero la alondra estaba equivocada. ¡Claro que lloraba el Espanta! ¡Y lloraba a cántaros! Sólo que lo hacía cuando estaba lloviendo para que nadie se diera cuenta.
Una lechuza, vecina de árbol, descendió dos ramas para intervenir en la conversación.
—¿De quién están hablando? —preguntó.
—Del Espanta más viejo de por aquí —respondió el gorrión.
—¿El que vive en el maizal, detrás de la loma?
—Ese mismo.
El caso es que los Espanta envejecen como cualquier ser viviente. Las tormentas debilitan sus esqueletos de madera, los fuertes vientos se van llevando, en hilachas de estopa, sus largas melenas. El granizo, cuando llega, les agujerea el sombrero. Y un poco, el corazón.
También, igual que todos los que estamos vivos, los Espanta sueñan. Y el Espanta que habitaba en el maizal, detrás de la loma, tenía su propio sueño. Un sueño sencillo para muchos; pero imposible para quien tiene los pies atrapados en la tierra.
—¿Imposible...? —dijo el gorrión—. ¡Cuando de sueños se trata esa palabra no tiene sentido!
Pero sin importar lo que el gorrión opinara, el sueño del viejo Espanta parecía realmente imposible. Porque el Espanta soñaba con ver el arroyo que atravesaba el campo muy cerca de allí.
—Cerca para quien tiene alas, patas, piernas o tentáculos —opinó la lechuza—. Pero lejos, ¡muy lejos!, para quien tiene..., tiene... ¿qué tiene?
—Raíces —afirmó el gorrión.
Atado a la tierra, el Espanta escuchó durante muchos años el sonido del arroyo que pasaba. Más fuerte en verano, más suave en invierno. Más silbado en otoño, más desordenado en primavera.
—Si es tan hermoso escucharlo —suspiraba— ¡cuánto más hermoso será verlo!
Cientos de veces le preguntó a los pájaros: ¿cómo es el arroyo?, ¿cómo es el arroyo que atraviesa el campo?
Y los pájaros se esmeraron en sus descripciones y respondieron como poetas:
"El arroyo es una canción que moja".
"Es una serpiente azul que nunca termina de pasar".
"El arroyo es la sombra de un rebaño que anda por el cielo".
Sin embargo, aquellas invenciones sólo lograban que el Espanta tuviera más ganas de ver el arroyo con sus propios ojos: dos enormes botones cosidos en su cabeza de trapo.
Así pasaron las estaciones. Y mientras más envejecía, más penaba el Espanta:
—No quisiera morir sin ver el arroyo. No quisiera...
Los pájaros estaban preocupados. La temporada de tormentas estaba cerca, y era posible que el Espanta no soportara otra granizada sobre su corazón. ¡Habría que aceptarlo...! El pobre iba a morir sin cumplir su sueño. Luego, el granjero colocaría un Espanta joven, y el asunto quedaría en el olvido.
—Yo nunca lo olvidaré —afirmó el gorrión.
—Muy bien —dijo la lechuza—. ¿Y qué puedes hacer para remediarlo?
El gorrión estuvo pensando todo el día, el otro y el siguiente; porque no le gustaba abandonar a sus amigos.
Las primeras nubes de la temporada de tormenta aparecieron en el horizonte. El Espanta, que presentía el fin de su tiempo, se ocupaba únicamente de escuchar el paso del arroyo. Como si de tanto escucharlo, pudiera verlo.
Tan cerca estaba el arroyo. Y sin embargo estaba tan lejos para el que no tenía tentáculos, patas o alas.
—¡Yo tengo alas...! ¡Y también pico! —exclamó el gorrión. Y agregó—: Tú, alondra, también tienes alas y pico. También tú los tienes, lechuza.
—¿Qué clase de disparate anida en tu cabeza? —La lechuza estaba preocupada.
El gorrión tenía en la cabeza uno de esos disparates que solamente puede dictar el amor todopoderoso. El gorrión pensaba que sería posible hacer un pozo, y arrancar al Espanta de la tierra. Luego alzarlo por los hombros de su saco harapiento, y llevarlo en vuelo hasta el arroyo.
—Los granjeros aseguran muy bien a los Espanta para que no se los lleve el viento —dijo la lechuza—. Tendríamos que cavar un pozo demasiado profundo. ¡Imposible!
Como al gorrión no le gustaba esa palabra, respondió con cierto enojo.
—Piensa, mi buena lechuza, que tu pico puede servir para algo más que para comer insectos y semillas. Y que tus patas pueden servir para algo más que sostenerte en las ramas el día entero.
La lechuza, sin embargo, no se convencía con facilidad.
—Puedo aceptar eso. Pero, ¿cómo haremos para levantarlo? Así como lo ves de flaco, el Espanta es demasiado pesado para nosotros.
—Tal vez sea pesado para nosotros tres, pero no lo será para todos los pájaros del campo.
La alondra había guardado silencio. Pero cuando abrió el pico para hablar, el gorrión lamentó, por única vez en su vida, no poder sonreír.
—Aunque sea un disparate —dijo la alondra—, te ayudaré a convocar a todos los pájaros del campo. Cruzaremos el cielo de ida y de vuelta. Al fin y al cabo, para eso están el cielo y las alas.
Al oír semejante cosa, la lechuza comprendió que tenía dos alternativas: el entusiasmo compartido o el pesimismo solitario. Y como no era sonsa, era lechuza, eligió el entusiasmo. Y allí partieron los tres, arrastrando en su vuelo un propósito de gigantes.
Al amanecer siguiente, el Espanta vio acercarse grandes bandadas desde las cuatro esquinas del cielo. Le pareció que todos los pájaros del mundo estaban allí. Y aunque no fuera así, al menos eran todos los pájaros del campo.
Cuando llegaron el gorrión carraspeó. Tenía algo muy serio para decir:
—Viejo Espanta —los nervios le cerraban la garganta—: Hemos venido a cumplir tu sueño. Para eso debemos arrancarte de la tierra y... ¡y tú sabes de sobra lo que eso significa!
Espanta lo sabía. ¿Y qué...? De todos modos, la tormenta, que ya ocupaba la mitad más triste del cielo, era la última que podría soportar su corazón.
—¡Estoy listo! —dijo.
El trabajo comenzó de inmediato. Muchos picos, y el doble de alas, escarbaron la tierra. Era necesario hacer un pozo muy profundo para que el Espanta quedara libre. Y había poco tiempo porque las nubes ya casi se caían.
—¡Qué no llueva todavía! —pedían los pájaros.
Y tenían razón en pedir. Porque si la lluvia se descargaba, la tierra se transformaría en barro, el pozo que estaban cavando se anegaría, y adiós sueño.
Los pájaros continuaron cavando y escarbando como si el cansancio fuera una mentira inventada por los hombres. De pronto se escuchó un estruendo.
—La lluvia está cerca —advirtió la lechuza.
Sus compañeros sabían que eso era cierto. Por eso, aunque estaban fatigados y sedientos, con las plumas sucias de tierra, continuaron su dura tarea.
Al cabo de un largo rato se oyó un ruido que no era de tormenta. Era el ruido de un Espanta que se estaba inclinando.
—¡Un poco más! —dijo el gorrión.
—¡Un poco más! —repitió la alondra.
El Espanta siguió ladeándose hasta que, finalmente, su cuerpo se desgajó de la tierra y cayó sobre el campo húmedo.
Los pájaros se miraron entre sí. Ya estaba cumplida la primera parte del trabajo; pero todavía faltaba cumplir el sueño.
Algunos con sus patas, otros con sus picos, los pájaros tomaron al Espanta desde los hombros de su saco hasta el ruedo de su pantalón remendado. Las alas se prepararon para alzar vuelo:
—¡Ahora! —indicó el gorrión.
Entonces, el viejo Espanta ascendió despacio y con poca elegancia. Los pájaros hicieron su mejor esfuerzo, y un poco como barrilete, otro poco como avión averiado, el Espanta subió, subió y avanzó por el aire en dirección al arroyo.
En ese momento cayeron las primeras gotas de lluvia, pesadas como ciruelas.
—Llegaremos, llegaremos —decían los pájaros para darse ánimo.
El arroyo sonaba cerca. El Espanta y su sueño estaban a punto de reunirse.
El cielo que los miraba quiso ser útil, y por un ratito retuvo la lluvia guardada en su boca.
Ese breve tiempo fue tan valioso como un siglo entero, porque alcanzó para que el Espanta llegara al arroyo. Allí estaba por fin, y sus ojos de botones se llenaron de lágrimas.
El arroyo del campo era más bello que todo lo imaginado. Más bello que la sombra de un rebaño celestial, una canción de agua y una serpiente azul. Y es que el sencillo arroyo del campo era, en verdad, un sueño cumplido.
—Gracias —dijo el Espanta. Y luego se durmió volando sobre su sueño.
Los pájaros descendieron y, con suavidad, lo depositaron sobre el campo. Recién entonces, el cielo permitió que la lluvia se descargara. Los pájaros se separaron para regresar a sus nidos. El gorrión, la alondra y la lechuza buscaron refugio en el árbol de siempre.
Las tres aves estaban muy cansadas: el Espanta se había marchado, y la lluvia golpeaba el mundo.
—¿Saben una cosa? —dijo la alondra.
—He visto el arroyo cientos de veces, y nunca me pareció tan bello como hoy.
—Lo mismo pensé —dijo el gorrión.
Después de un breve silencio, habló la lechuza:
—También me sucedió a mí.
Y es que ayudando a cumplir el sueño del Espanta, los pájaros también soñaron.
AMIGOS POR EL VIENTO
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–Me parece bien –mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo estás diciendo muy convencida...
–Yo no tengo que estar convencida.
–¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
–Significa que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
–Se van a entender bien –dijo mamá–. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador. Disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
–Me voy a arreglar un poco –dijo mamá, mirándose las manos–. Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
–¿Qué te vas a poner? –le pregunté, en un supremo esfuerzo de amor.
–El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi gata.
Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá! –grité, pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa? –me respondió desde la ducha.
–¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.
–¿Palabras que parecen ruidos? –repitió.
–Sí –y aclaré–: Pum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
–Por favor –dijo mamá–, están llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
–¡Hola! –dijeron las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola! –dijo Ricardo, asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta un remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas.
–Podrían ir a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
–¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años –contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
–¿Y cómo fue? –volví a preguntar.
Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
–Fue..., fue como un viento –dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? –pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también susurra...?
–Mi viento susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco entendí.
Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un silencio.
–Un viento tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen raíces...
Pasó una respiración.
–A mí se me ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí también.
–¿Tu papá cerró las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá también.
–¿Por qué lo habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber sido para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
–Si querés vamos a comer cocadas –le dije.
Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.